Desde hace treinta años vivo con mi familia en Franz Schubert, una calle agradable y tranquila, recta-recta, con ligera pendiente que permite fluir el agua de lluvia sin inundaciones. El domicilio tiene una inscripción artesanal mandada hacer en Tonalá. Cierta ocasión, alguien tocó el timbre y salí a asomarme. Era una señora joven, humilde, que seguramente pedía algún tipo de ayuda económica. Ella estaba muy atenta al letrero cuando abrí la puerta y pregunté:

-Sí, diga.
-Perdone -dijo sorprendida-, e… e… ¿está Franz Schubert?
-Eh… nooo, no está… -se me ocurrió seguir la corriente-. ¿Gusta dejarle algún recado?

Ella, nerviosa y tímida, contestó:

-No, mejor luego vengo y lo busco… Muchas gracias -y se fue presurosa.

Fue un instante mágico, bretoniano, en que dos planos de realidad tuvieron una fugaz intersección. Jamás imaginé que alguien preguntara en casa por el compositor austriaco en persona.

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