Cada vez que yo veía a Tina Turner en uno de sus conciertos en vivo recordaba un verso erótico de Tomás Segovia que leí bastante más joven (a los19 años) y que se grabó en mi memoria desde entonces -porque así son los versos. Tus piernas de catedral, escribía el poeta.
En realidad, eso de “la reina del rock” es sólo un eslogan comercial bastante impreciso para identificar a la estrella. Tina Turner no fue realmente rockera: comenzó cantando inconfundiblemente soul y así siguió. Ni cuando acompañó a los Rolling Stones pudo ocultar su poderoso e inocultable estilo. Tampoco al aparecer en la cinta inglesa Tommy de la ópera rock del grupo The Who. Para mí fue una leona de este género negro. Porque el soul se caracteriza por emitir vocales fuertes que se elevan como rugidos al cielo en un ritual sagrado, mientras que en el rock no: ahí lo que se alza con fuerza sobresaliente es el sonido de la guitarra; la voz, en cambio, es más callejera y profana, incluso underground (a excepción de Fredy Mercury, por supuesto).
En los 80’s, Tina dominó los escenarios como nadie. Fundó el espectáculo masivo, vibrante y a todo volumen, antes de (y sin) la coreografía de bailarines cursis tipo Madona como soporte. Tina no necesitó esos distractores, ya que poseía la voz y el cuerpo suficientes para cubrir absolutamente de presencia musical sus conciertos. A diferencia de Aretha Franklin (ella si, llamada “la reina del soul“), la Turner gritaba y se contorsionaba, provocativa y sensual, ante el micrófono. Era muy bella, de sonrisa y dientes perfectos; su musculatura, envidiable.
No hay nada más exacto para describir aquel cuerpazo que Tina Turner y sus piernas de catedral … Si en algún momento enseñó a bailar a Mick Jagger, eso significa que el diablo no estaba en él, sino en ella.