Mi hermano mayor nació en Madrid en 1933 y a los 3 años de edad mi padre lo exilió en la URSS por los salvajes bombardeos franquistas contra las escuelas españolas. Se llamaba Fernando y fue uno de los famosos “Niños de Rusia” que vivieron 20 años en el exilio y sin noticias de sus familiares.
Me contaba Fernando que durante la invasión alemana, él y sus compañeritos españoles, apenas pubertos, trabajaron intensamente en fábricas de municiones y vivieron con particular angustia los horrores de la invasión nazi y cuando los alemanes se retiraron del sitio de Stalingrado. El 9 de mayo de 1945, al firmarse la rendición nazi, Fernando no cumplía los doce años y ya había estado en dos guerras antifascistas.
Doce años después, mi padre lo localizó, acudió a un encuentro conmovedor en el aeropuerto de Moscú y se lo trajo a México, donde tenía cuatro hermanos más chicos. Él fue mi segundo padre: su fuerza de carácter era especial; y su discreción, fuera de este mundo. Cargaba la historia del siglo XX con la felicidad de haber sobrevivido a ella. Hoy, me acuerdo de él como uno de los chicos combatientes que se abrazaban entre sí llorando de alegría.
En mi novela autobiográfica, El Moscovita, hago varias referencias tanto de mi padre como de mi hermano mayor, quienes me obsequiaron ejemplos de figuras paternas sin iguales.
(En la foto, de 1999, aparezco a la izquierda orgulloso de tan honorable hermano. Fernando Rozado, héroe niño que se sobrepuso al peor horror de la historia. Helo ahí, tan jovial y fuerte a pesar de ser 21 años mayor que yo.)