Para efectuar una verdadera batalla cultural contra la corrupción, la 4T necesita confrontar la aceptación social de que la “transa” es necesaria, tolerable -incluso bien vista- con una nueva motivación ética de la honradez. Para ello, se requiere apelar a un valor o idea de nivel de conciencia superior, que no se degrade con la secularización del mundo moderno -como sucedió con la bendición divina, la familia o el trabajo. Un valor supremo que motive espontáneamente a la honradez -y no a la corrupción-, y que genere no solo “paz de conciencia” sino entusiasmo colectivo.

Ese valor que fundamenta la ética de la honradez moderna es la historia, el transcurrir del tiempo humano, la conciencia del devenir histórico hacia las generaciones futuras.

“La historia me absolverá”, dijo alguna vez Fidel Castro ante un tribunal espurio; “nos falta el juicio de la Historia”, advirtió Andrés Manuel López Obrador al Congreso que lo desaforó cuando era Jefe de Gobierno de la Ciudad de México; “Avergüénzate de morir -dice el filósofo marxista Jurgen Habermas- si no has conseguido una victoria para la humanidad”. Porque la historia pesa -debe pesar- sobre la conciencia individual: ¿de qué honradez te puedes enorgullecer ante las generaciones futuras?, ¿qué has hecho por el bien de ellas?, ¿qué dirían dichas generaciones de tus actos presentes? ¿Te corrompiste acaso, como tantos más, o marcaste una diferencia? ¿No te entusiasma formar parte de una nueva época que erradica tantos males sociales? El juicio de la historia pone a cada quien en su lugar. Ese es el valor supremo, incorruptible, de la honradez de la 4T.

Pensémoslo.

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