Toda actividad económica posee una idea ética. El empresario cree que hace el bien generando empleos y se queja de que sus trabajadores no se pongan la camiseta por semejante benevolencia; el asalariado soporta su chamba con tal de apenas sostener a su familia, como penitencia interminable de esta vida pecadora que le toca vivir. El emprendedor, por su parte, cree en la oferta neoliberal del éxito feliz y trabaja con esmero por ese fin. ¿Y el corrupto?, ¿cuál es el espíritu de la corrupción que se practica tan cínica y normalmente? ¿Cómo se justifica esta actividad económica que genera grandes riquezas a expensas del dinero ajeno? Pasarse de listo es la habilidad desarrollada para este fin. ¿Para demostrar qué? La idea es muy poderosa, pues el dinero robado equivalió a un porcentaje muy elevado del PIB durante décadas y décadas en México. Nuestro país ha sido por mucho tiempo el laboratorio perfecto para observar y estudiar esta sociología.

México es una sociedad de profunda tradición corrupta que no se extirpa tan fácilmente como uno quisiera. Si cada actividad económica está asociada a cierta ética que le da sentido, ¿cuál es la ética de la corrupción que arrasa con otros sentidos éticos más profundos?

Sabido es que el antecedente ético-monárquico de la corrupción novohispana era la apelación a la gracia divina. Una vez separado el Estado de la Iglesia, la corrupción entró directamente a la vida secular. Para ello, tuvo que haber un proceso de des-vergüenza respecto al dinero que justificase subjetivamente su práctica: en efecto, el dinero se desvincula, deja de representar millones de horas de trabajo y se fetichiza por sí mismo.

Los fajos de billetes son despojados de todo el esfuerzo laboral que conlleva -la desvergüenza, la ausencia de responsabilidad del corrupto, pasa por la operación de desvincular subjetivamente al dinero de su origen real (el trabajo) y considerarlo en su simple y heideggeriano “estar-ahí-arrojado-al-mundo” para que alguien lo tome: como un objeto valioso desvinculado, como una mercancía sin dueño: la mercancía-dinero que uno puede apropiarse mediante habilidades adquiridas (pasarse de listo) y una sociología compleja de complicidades más o menos estables (el Estado corrupto).

Quien tiene poder es más propenso a la corrupción; es decir, el poderoso ejerce la corrupción para acumular dinero que no convertirá en bienes de capital productivo sino de renta especulativa. Dinero trabajado que se obtiene sin trabajar. El prius, por tanto, del espíritu de la corrupción es el poder para enriquecerse -más que enriquecerse para tener poder. La contra-ética del corrupto es, efectivamente, “hacerla en la vida” sin el rigor de la exhaustiva productividad, tipo protestante, aplicada en la racionalidad capitalista. De esta manera, hacerla en la vida es “bueno” para el desvergonzado: una ética extensiva (en lo social) e intensiva (en la psique) de una sociedad premoderna que vive (oh, paradoja) lo posmoderno y decadente.

Pasarse de listo, fingiendo honradez sin ser honrado: “ahí está el detalle”, diría Cantinflas: ese gallardo intelectual orgánico de los pillos laicos, despojados de la gracia de Dios, pero apropiados del espíritu del superlisto.

Sólo una reforma ética y cultural donde la honradez no baste por sí misma sino se refiera a un valor más alto (ya no divino) podrá desplazar la (anti)ética de la corrupción nacional. Tal valor supremo es la historia. 

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