Al despoblarse el planeta por una hecatombe nuclear definitiva, los sobrevivientes humanos carecen de nombre y apellido. Carecen de historia. Un padre y su hijo empujan un carrito de supermercado con mínimas pertenencias por una inhóspita autopista, protegiéndose del saqueo y el canibalismo que los ronda, y sin otra esperanza que “llegar al mar”. No hay calendario ni estaciones del año. Tampoco caen directamente los rayos del sol en ningún lugar del orbe. El cielo está encapotado por una densa nube gris. La existencia se ha convertido en un prolongado y cenizo invierno sin futuro; una carretera sin destino; un mero alargamiento del dolor. Un después del después.El atento lector ha adivinado de qué narración hablo.
De la docena de novelas que escribió Cormac McCarthy -fallecido ayer a los 90 años-, tres se han filmado para Hollywood. Muy probablemente, la mejor de ellas es The Road (La carretera), dirigida por John Hillcoat en 2009; una de esas inusuales obras modernas llevadas a la pantalla grande que dificultan desligar al libro de la película en el concentrado imaginario del lector-cinéfilo.
El libro The Road, publicado en 2006 y acreedor del premio Pulitzer, no es una historia sobre la decadencia ni sobre la distopia; trata de lo que queda -como he subrayado- después del después: un relato residual sin florilegios de lenguaje. Ahora sí, la tierra baldía.
Sin embargo, vale observar que la extinción violenta y absoluta de la civilización es aquí también el fin de la humanidad, pues un autor occidental como el estadunidense McCarthy -por pesimista que fuere- no puede concebir otra opción civilizada sin la cultura moderna en que nació y murió. Pero no es equivalente que la cultura occidental muera y que la humanidad desaparezca -son dos cosas distintas; mucho menos cierto es que aquello signifique, además, el fin de la vida toda en la Tierra. Este tipo de catastrofismo es muy común entre los narradores del primer mundo.
El después del después de Cormac McCarthy es una manera de imaginar la coincidencia desastrosa de la civilización con la inminente desaparición de lo poco que queda de la especie humana. Cuando ya no existen los referentes de la vida (paisaje, colores, flora y fauna, dinero, profesiones, ética) y por lo tanto se pierde la función fundamental del lenguaje -que es referir-, asistimos a los estertores agónicos de los últimos sobrevivientes del homo sapiens.
Pero no: Occidente puede desplomarse sin acabar con la humanidad ni con la vida en el mundo. Ya lo veremos.